Neil MacGregor

Introducción

Señales del pasado 

  1. La necesaria poesía de las cosas
  2. La supervivencia de las cosasf
  3. Las biografías de las cosas
  4. Cosas a través del tiempo y del espacio
  5. Los límites de las cosas

En este libro retrocedemos en el tiempo y viajamos a lo largo y ancho del planeta para ver cómo los humanos hemos configurado nuestro mundo y hemos sido configurados por él durante los últimos dos millones de años. El libro trata de contar una historia del mundo de una forma que no se había intentado antes, descifrando los mensajes que los objetos transmiten a través del tiempo; mensajes sobre pueblos y lugares, entornos e interacciones, sobre distintos momentos de la historia y sobre nuestra propia época tal como la contemplamos. Estas señales del pasado —unas fiables, otras hipotéticas, muchas todavía por recuperar— son diferentes de otras evidencias que podemos encontrar. Hablan de sociedades enteras y procesos complejos, antes que de acontecimientos particulares, e informan del mundo para el que fueron hechas, así como de los períodos posteriores que las reformaron o reubicaron, a veces con significados que iban mucho más allá de la intención de sus artífices originales. Son las cosas que la humanidad ha hecho, esas fuentes de historia meticulosamente elaboradas y sus viajes a menudo curiosos a través de los siglos y milenios, a las que La historia del mundo en 100 objetos trata de dar vida. El libro incluye toda clase de objetos, cuidadosamente diseñados y luego, o bien admirados y conservados, o bien utilizados, rotos y desechados. Abarcan desde una olla hasta un galeón de oro, desde un utensilio de la Edad de Piedra hasta una tarjeta de crédito, y todos ellos proceden de la colección del Museo Británico. A muchos, la historia que emerge de estos objetos les resultará poco familiar. Hay pocas fechas conocidas, batallas famosas o incidentes célebres.

Los grandes acontecimientos —la formación del Imperio romano, la destrucción mongola de Bagdad, el Renacimiento europeo, las guerras napoleónicas, el bombardeo de Hiroshima— no ocupan aquí el primer plano. Se hallan, sin embargo, presentes a través del prisma de los objetos concretos. La política británica de 1939, por ejemplo, determinó no sólo cómo se excavó Sutton Hoo, sino también cómo se interpretó (capítulo 47). La piedra Rosetta es (como todo lo demás) un documento de la lucha entre Inglaterra y la Francia napoleónica (capítulo 33). La guerra de Independencia de Estados Unidos se contempla aquí desde la insólita perspectiva de un mapa de ante amerindio (capítulo 88). En todo momento he elegido objetos que cuentan muchas historias, antes que ser testimonio de un solo acontecimiento

1 La necesaria poesía de las cosas

Si uno quiere contar la historia del mundo entero, una historia que no privilegie excesivamente a una parte de la humanidad, no puede hacerlo únicamente mediante textos, ya que sólo una parte del mundo ha tenido, mientras que la mayor parte del globo, durante la mayor parte del tiempo, ha carecido de ellos. La escritura es uno de los logros más tardíos de la humanidad, y hasta una fecha bastante reciente incluso muchas sociedades alfabetizadas dejaban constancia de sus intereses y aspiraciones no sólo por escrito, sino también en objetos.

Una historia ideal aunaría textos y objetos, y en algunos capítulos de este libro se ha logrado hacer justamente eso; sin embargo, en muchos casos simplemente no hemos podido. El ejemplo más claro de esta asimetría entre la historia textual y no textual es quizá el primer encuentro, en Botany Bay, entre la expedición del capitán Cook y los aborígenes australianos (capítulo 89). Por parte británica, disponemos de informes científicos y de las anotaciones del cuaderno de bitácora del capitán sobre aquel fatídico día. Por parte australiana, sólo tenemos un escudo de madera que un hombre dejó caer en su huida tras su primera experiencia con las armas de fuego. Si queremos reconstruir lo que en realidad ocurrió aquel día, hay que examinar e interpretar el escudo tan profunda y rigurosamente como los informes escritos.

Además del problema de los equívocos mutuos, están las distorsiones accidentales o deliberadas de la victoria. Como se sabe, son los vencedores quienes escriben la historia, más aún cuando sólo los vencedores saben escribir. Quienes están en el bando de los vencidos, aquellos cuyas sociedades son conquistadas o destruidas, a menudo sólo disponen de sus objetos para contar su historia. Los taínos caribeños, los aborígenes australianos, el pueblo africano de Benín y los incas, todos los cuales aparecen en este libro, pueden hablarnos ahora con más fuerza de sus logros pasados a través de los objetos que fabricaron: una historia contada por cosas les devuelve su voz.

Cuando consideramos el contacto entre sociedades alfabetizadas y sociedades no alfabetizadas como estas, vemos que todos nuestros relatos de primera mano son necesariamente sesgados, constituyen sólo la mitad de un diálogo. Si pretendemos encontrar la otra mitad de esa conversación, tenemos que leer no sólo los textos, sino también los objetos. Pero todo esto resulta mucho más fácil de decir que de hacer. Escribir historia partiendo del estudio de textos es un proceso familiar, y contamos con varios siglos de aparato crítico para ayudar a nuestra evaluación de los registros escritos.

Hemos aprendido a juzgar su franqueza, sus distorsiones, sus estratagemas. Con los objetos, desde luego, disponemos de estructuras de conocimiento especializado — arqueológico, científico, antropológico— que nos permiten plantear las preguntas clave. Pero hemos de añadir a ello un considerable salto de la imaginación, devolviendo el artefacto a su antigua vida, relacionándonos con él de la forma más generosa y más poética que podamos, con la esperanza de acceder a las revelaciones que nos pueda proporcionar. Para muchas culturas, si pretendemos saber aunque sea un mínimo sobre ellas, esa es la única manera de hacerlo. La cultura mochica de Perú, por ejemplo, hoy sobrevive únicamente a través del registro arqueológico. Precisamente, una vasija mochica en forma de guerrero (capítulo 48) constituye uno de nuestros pocos puntos de partida para descubrir quiénes eran aquellas gentes y cómo vivían, cómo se veían a sí mismas y cómo veían su mundo.

Se trata de un proceso complejo e incierto en el que una serie de objetos, hoy accesibles sólo a través de varias capas de traducción cultural, tienen que ser rigurosamente escudriñados y luego vueltos a imaginar. La conquista española de los aztecas, por ejemplo, ha ocultado a nuestros ojos la conquista azteca del pueblo huasteca; debido a los giros de la historia, la voz de los huastecas hoy sólo puede recuperarse a través de dos pasos intermedios, esto es, a través de la versión española de lo que a su vez les contaron los aztecas sobre ellos. Pero ¿qué pensaban los propios huastecas? No dejaron ningún registro textual que nos lo diga, pero su cultura material ciertamente sobrevive en figuras como la de una diosa de piedra de un metro y medio de alto (capítulo 69) a la que inicialmente se identificó con la diosa madre azteca Tlazoltéotl y, más tarde, con la Virgen María. Estas esculturas son los principales documentos del pensamiento religioso huasteca, y aunque su significado exacto sigue siendo oscuro, su luminosa presencia nos devuelve a los relatos de segunda mano de aztecas y españoles con nuevas percepciones y preguntas más perspicaces, aunque todavía, en última instancia, dependiendo de nuestras propias intuiciones acerca de lo que estaba en juego en ese diálogo con los dioses. Tales actos de interpretación y apropiación imaginativa resultan esenciales en cualquier historia contada a través de objetos. Eran métodos de conocimiento familiares para los fundadores del Museo Británico, que consideraban la recuperación de las culturas pasadas una base esencial para entender nuestra humanidad común.

Los coleccionistas y eruditos de la Ilustración aportaron a esta labor tanto un ordenamiento científico de los datos como una rara capacidad de reconstrucción poética. Pero fue aquella una empresa emprendida simultáneamente al otro lado del mundo. A mediados del siglo XVIII, el emperador Qianlong de China, un contemporáneo casi exacto de Jorge III de Inglaterra, también se dedicó a reunir, coleccionar, clasificar, catalogar, explorar el pasado, elaborar diccionarios y compilar enciclopedias y textos sobre lo que había descubierto, actuando a primera vista como un erudito europeo de ese mismo siglo.

Una de las muchas cosas que coleccionó fue un anillo o bi de jade (capítulo 90), muy parecido a los anillos de jade descubiertos en las tumbas de la dinastía Zhang de hacia 1500 a. C. Su uso se desconoce todavía hoy, pero sin duda se trata de objetos de un elevado estatus y bellísima factura. El emperador Qianlong, admirado por la extraña elegancia del bi de jade que había encontrado, empezó a preguntarse para qué servía.

Su planteamiento fue tan imaginativo como académico: podía ver que era muy antiguo, y repasó todos los objetos más o menos comparables que conocía; pero aparte de eso se sentía desconcertado. De modo que, en un acto característico de su personalidad, escribió un poema sobre su tentativa de dar sentido a aquel objeto. Y luego —algo que quizá a nosotros nos resulte desconcertante— mandó inscribir el poema en su preciado objeto; en el poema, el emperador concluía que el hermoso bi había sido concebido para servir de base a un cuenco, de manera que le puso un cuenco encima. Aunque el emperador Qianlong llegara a una conclusión incorrecta sobre el propósito del bi, debo confesar que admiro su método.

Meditar sobre el pasado o sobre un mundo distante a través de las cosas es algo que siempre tiene que ver con la recreación poética. Reconocemos los límites de lo que podemos saber con certeza, y, por tanto, debemos tratar de hallar una clase de saber distinta, conscientes de que quienes hicieron los objetos debían de ser gentes esencialmente como nosotros; así que deberíamos ser capaces de llegar a entender por qué debieron de hacerlos y para qué servían. A veces esta puede ser la mejor manera de comprender una gran parte del mundo, no sólo en el pasado, sino también en nuestra propia época. ¿Podemos llegar a entender realmente a los demás? Quizá, pero sólo mediante las proezas de la imaginación poética, combinadas con un conocimiento rigurosamente adquirido y ordenado. El emperador Qianlong no es el único poeta de esta historia. La respuesta de Shelley a Ramsés II —su «Osimandias»— no nos cuenta nada sobre la confección de la estatua en el antiguo Egipto, pero sí que nos dice mucho sobre la fascinación de comienzos del siglo XIX por la transitoriedad del imperio. En torno al gran barco funerario de Sutton Hoo (capítulo 47) intervienen dos poetas: el relato épico Beowulf es recuperado en la realidad histórica, mientras que la evocación de Seamus Heaney del yelmo de guerrero pone de rabiosa actualidad a esta famosa pieza de armadura anglosajona. Una historia a través de las cosas es imposible sin poetas. 

2 La supervivencia de las cosas

Una historia del mundo contada a través de objetos debería, pues, con la suficiente imaginación, resultar más equitativa que una basada únicamente en textos. Permite hablar a muchas personas distintas, especialmente a nuestros ancestros del pasado más distante. La parte más temprana de la historia humana —más del 95 por ciento del conjunto de la historia de la humanidad— de hecho sólo puede narrarse en piedra, ya que, aparte de los restos humanos y de animales, los objetos de piedra son lo único que sobrevive. Sin embargo, una historia a través de los objetos nunca puede ser del todo equilibrada, puesto que depende plenamente de qué es lo que casualmente sobrevive. Esto se cumple de manera especialmente rigurosa en las culturas cuyos objetos están hechos sobre todo de materiales orgánicos, y sobre todo allí donde el clima hace que tales cosas se descompongan; así, en la mayor parte del mundo tropical hay muy pocas cosas del pasado distante que sobreviven. En muchos casos, los objetos orgánicos más antiguos de los que disponemos son los recogidos por los primeros visitantes europeos; dos de los objetos de este libro, por ejemplo, fueron recogidos por las expediciones del capitán Cook —el ya mencionado escudo aborigen australiano de corteza de árbol (capítulo 89) y el casco de plumas hawaiano (capítulo 87) —, adquiridos en ambos casos en el mismo momento del contacto inicial entre estas sociedades y los europeos.

Obviamente, tanto Hawai como el sudeste de Australia tenían sociedades complejas, que producían objetos elaborados, ya desde mucho antes. Pero casi ninguno de aquellos objetos hechos de madera, plantas o plumas ha sobrevivido, de modo que hoy resulta difícil conocer la historia antigua de dichas culturas. Una rara excepción es el fragmento de tejido de 2500 años de antigüedad hallado en unas momias de Paracas (capítulo 24), conservado gracias a las condiciones climáticas excepcionalmente secas de los desiertos peruanos. Las cosas, sin embargo, no tienen por qué sobrevivir intactas para proporcionar enormes cantidades de información.

En 1948, un raquero encontró docenas de pequeños fragmentos de cerámica en el fondo de un acantilado en Kilwa, Tanzania (capítulo 60). Eran, literalmente, bastante basura: trozos rotos de loza tirada e inservible. Pero cuando los juntó se dio cuenta de que aquellos fragmentos de vasijas contenían la historia de África oriental hace mil años. De hecho, un examen de su diversidad revela toda una historia del océano Índico, puesto que, cuando los observamos de cerca, resulta evidente que dichos fragmentos provienen de lugares bastante distintos. Un fragmento verde y otro azul y blanco proceden claramente de porcelana fabricada en enormes cantidades en China para su exportación. Otros trozos llevan una decoración islámica, y proceden de Persia y el golfo Pérsico, y otros provienen de loza indígena de África oriental. Esta cerámica —toda ella utilizada, creemos, por las mismas gentes, y toda ella rota y lanzada al vertedero más o menos en la misma época— demuestra algo que durante mucho tiempo escapó al conocimiento de los europeos: que entre los años 1000 y 1500 de nuestra era la costa de África oriental estuvo en contacto con todo el océano Índico.

Hubo un comercio regular entre China, Indonesia, la India, el golfo Pérsico y África oriental, con una extensa circulación de materias primas y productos elaborados. Ello fue posible porque, a diferencia del Atlántico, donde los vientos resultan muy poco complacientes, los del océano Índico soplan amablemente desde el sudeste durante seis meses al año y desde el noroeste durante los otros seis, permitiendo a los marineros recorrer distancias enormes y estar razonablemente seguros de volver a casa. Los fragmentos de Kilwa demuestran que el océano Índico viene a ser, de hecho, como un enorme lago a través del cual distintas culturas se han comunicado durante milenios, donde los comerciantes han transportado no sólo cosas, sino también ideas, y donde las comunidades de sus costas han estado tan conectadas como las del Mediterráneo. Una de las cosas que esta historia de objetos deja claras es que la propia palabra Mediterráneo —«el mar de en medio de la Tierra»— resulta equivocada: no está en medio de la Tierra, y la suya es sólo una entre numerosas culturas marítimas. Obviamente, no encontraremos otra palabra para definirlo, pero quizá deberíamos buscarla. 

3 Las biografías de las cosas

Este libro acaso podría haberse titulado, con más exactitud, Historia de diversos objetos a través de muchos mundos distintos, ya que una de las características de las cosas es que estas a menudo cambian —o son cambiadas— mucho después de haber sido creadas, adoptando significados que nadie podría haber imaginado en sus inicios. Un número asombrosamente grande de nuestros objetos llevan inscrita la impronta de acontecimientos posteriores. A veces se trata simplemente del deterioro producido por el tiempo, como el tocado roto de la diosa huasteca, o debido a una excavación torpe o una extracción enérgica. Pero, con frecuencia, las intervenciones posteriores se llevaron a cabo deliberadamente para cambiar su significado o reflejar el orgullo o los gustos de los nuevos propietarios. El objeto se convierte entonces en un documento no sólo del mundo para el que se hizo, sino también de los períodos posteriores que lo alteraron. La vasija Jomon (capítulo 10), por ejemplo, habla de los precoces logros japoneses en materia de cerámica y de los orígenes de los guisos y sopas hace muchos miles de años, pero su interior dorado nos habla también de un Japón posterior, más preocupado por la estética, consciente de sus propias tradiciones peculiares y entregado a recuperar y honrar su larga historia; el objeto se ha convertido en un comentario sobre sí mismo. El tambor de hendidura africano de madera (capítulo 94) es un ejemplo aún más notable de las numerosas vidas de un objeto. Fabricado en forma de becerro para un gobernante probablemente del norte del Congo, se convirtió luego en un objeto islámico en Jartum, y más tarde, tras pasar a ser propiedad de lord Kitchener, se grabó en su superficie la corona de la reina Victoria y fue enviado a Windsor; toda una narración de conquistas e imperios en madera. No creo que ningún texto pudiera combinar tantas historias de África y de Europa ni volverlas tan profundamente inmediatas. Es una historia que sólo un objeto puede contar. Dos objetos del libro constituyen sendos relatos desconcertantemente materiales de lealtades cambiadas y estructuras fallidas, mostrando dos aspectos distintos de dos mundos muy diferentes. Desde su parte frontal, el moái Hoa Hakananai’a (capítulo 70) proclama con inquebrantable confianza la fuerza de los ancestros que, convenientemente venerados, mantendrán a salvo la isla de Pascua. En su parte posterior, sin embargo, está esculpido el fracaso de aquel mismo culto y su posterior y angustiado reemplazo por otros rituales cuando el ecosistema de la isla de Pascua se quebrantó y los pájaros esenciales para la vida de la isla se marcharon. La historia religiosa de una comunidad, vivida durante siglos, resulta plenamente legible en esta estatua. El plato revolucionario ruso (capítulo 96), por el contrario, muestra cambios que fueron en su mayor parte consecuencia de la decisión humana y del cálculo político. El uso de porcelana imperial para plasmar imágenes bolcheviques entraña en sí mismo una seductora ironía; pero esta se ve rápidamente superada por la admiración hacia la genialidad comercial, desprovisto de sentimentalismo, que supo adivinar acertadamente que los coleccionistas capitalistas de Occidente pagarían más por un plato si este combinaba la hoz y el martillo de la Revolución con el monograma imperial del zar. El plato muestra los primeros pasos del complejo compromiso histórico entre los soviéticos y las democracias liberales que se mantendría durante los setenta años siguientes. Estas dos adaptaciones fascinan al tiempo que instruyen, pero la remodelación que mayor placer me causa es sin duda la del Rollo de las admoniciones (capítulo 39). Durante cientos de años, cuando era desenrollado lentamente ante sus ojos, propietarios y entendidos se complacieron en esta famosa obra maestra de la pintura china, y dejaron constancia de ello marcándola con sus sellos. El resultado puede alarmar a la mirada occidental, acostumbrada a ver la obra de arte como un espacio casi sagrado, pero personalmente creo que hay algo muy conmovedor en estos actos de testimonio estético que crean una comunidad de placer compartido que recorre los siglos y en la que, por nuestra parte, también podemos ser admitidos, por más que nosotros no vayamos a añadir nuestros sellos. No podría haber afirmación más clara de este hermoso objeto, que ha cautivado a la gente de formas diversas durante tanto tiempo, que todavía tiene la capacidad de deleitar y cuyo disfrute nos corresponde ahora a nosotros. Hay otro modo en que las biografías de las cosas cambian con el tiempo. Una de las tareas clave de la erudición museística, y sobre todo de la ciencia de la conservación museística, es la de volver una y otra vez sobre nuestros objetos, dado que las nuevas tecnologías nos permiten formular nuevas preguntas acerca de ellos. Los resultados, especialmente en los últimos años, con frecuencia han sido asombrosos, abriendo nuevas líneas de investigación y descubriendo significados insospechados en lo que creíamos que eran objetos familiares. En ese momento los objetos cambian con rapidez. El caso más asombroso de este libro es seguramente el del hacha de jade de Canterbury (capítulo 14), cuyo origen hemos podido rastrear hasta llegar a la misma roca de la que inicialmente se talló, en lo alto de una montaña del norte de Italia. Gracias a ello, hoy tenemos un nuevo conocimiento de las rutas comerciales de la antigua Europa y disponemos de un nuevo conjunto de hipótesis en torno al significado de la propia hacha, de especial valor, quizá, por proceder de elevadas y lejanas cumbres. Los nuevos métodos de examen médico nos permiten un conocimiento íntimo de las dolencias de los antiguos egipcios (capítulo 1) y de los talismanes que estos se llevaban consigo al más allá. El vaso medieval de santa Eduviges (capítulo 57), célebre durante mucho tiempo por su capacidad para transformar el agua en vino, también ha modificado recientemente su propia naturaleza. Gracias al nuevo análisis del cristal, hoy puede situarse su origen con cierta confianza en el Mediterráneo oriental, y, con algo menos de confianza (pero con gran placer), cabe especular con su posible vinculación a un determinado momento de la historia dinástica medieval y a un pintoresco personaje de la historia de las Cruzadas. La ciencia está reescribiendo estas historias de maneras totalmente inesperadas. La precisa ciencia material se combina con la poderosa imaginación poética en el caso del tambor akan (capítulo 86), adquirido por sir Hans Sloane en Virginia hacia el año 1730. Los especialistas en madera y plantas han establecido recientemente que dicho tambor se fabricó indudablemente en África occidental; por lo tanto, debió de haber atravesado el Atlántico en un barco de esclavos. Ahora que conocemos su lugar de origen, es imposible no preguntarse de qué cosas pudo ser testimonio ni acompañarlo, con nuestra imaginación, en su viaje desde una corte real de África occidental, en una terrible travesía del Atlántico, hasta llegar a una plantación de Norteamérica. Sabemos que tales tambores se usaban para «hacer bailar a los esclavos» en los barcos a fin de luchar contra la depresión, y que en las plantaciones sirvieron a veces para llamar a los esclavos a la revuelta. Si uno de los propósitos de elaborar una historia de los objetos es usar las cosas para dar voz a quien no la tiene, entonces este tambor de esclavos desempeña un papel especial: hablar en nombre de los millones de personas a las que no se permitió llevarse nada consigo cuando fueron esclavizadas y deportadas, y que tampoco pudieron escribir su propia historia. 

4 Cosas a través del tiempo y del espacio

Hacer girar el globo, tratar de contemplar el mundo entero más o menos en un mismo momento tal como describía en el prefacio, no es el modo en que generalmente se cuenta o se enseña la historia; sospecho que a pocos de nosotros, en nuestros días de escuela, se nos pidió alguna vez que consideráramos qué pasaba en Japón o en África oriental en 1066. Pero si observamos el planeta en su conjunto en momentos concretos, el resultado es a menudo tan sorprendente como estimulante. Alrededor del año 300 de nuestra era (capítulos 41-45), por ejemplo, en lo que parece ser un desconcertante sincronismo, el budismo, el hinduismo y el cristianismo avanzaron hacia unas convenciones de representación que todavía hoy utilizan ampliamente, y todos ellos empezaron a concentrarse en imágenes del cuerpo humano. Se trata de una asombrosa coincidencia. Pero ¿por qué? ¿Se vieron las tres religiones influenciadas por la perdurable tradición de la escultura helenística? ¿Fue porque las tres eran productos de imperios ricos y en expansión, capaces de realizar una fuerte inversión en el nuevo lenguaje pictórico? ¿Surgió una idea nueva y compartida de que lo humano y lo divino eran en algún sentido inseparables? Resulta imposible proponer una respuesta concluyente, pero sólo esta forma de mirar el mundo podría plantear tan claramente lo que debería ser una cuestión histórica fundamental. En algunos casos, nuestra historia vuelve más o menos varias veces al mismo punto, a intervalos de miles de años, y observa el mismo fenómeno. Pero en estos casos las semejanzas y coincidencias son más fáciles de explicar. La esfinge de Taharqo (capítulo 22), la cabeza de Augusto de Meroe (capítulo 35) y el tambor de hendidura de Jartum (capítulo 94) hablan todos ellos de un violento conflicto entre Egipto y lo que hoy es Sudán. En los tres casos, las gentes del sur —Sudán— disfrutaban de un momento (o un siglo) de victoria; en los tres casos, el poder que gobernaba en Egipto finalmente se reafirmó y se restablecieron las fronteras. Cada uno en su momento, el Egipto faraónico, la Roma de Augusto y la Inglaterra victoriana se vieron obligados a reconocer que en torno a las primeras cataratas del Nilo, allí donde el mundo Mediterráneo se encuentra con el África negra, existe una falla geopolítica secular. Allí las placas tectónicas han chocado siempre, dando como resultado un conflicto endémico, quienquiera que fuese quien tuviera el control. Es esta una historia que explica en gran medida la política actual. Creo que hacer girar el globo muestra también lo distinta que parece la historia según quién seas y desde dónde la mires. Así, aunque todos los objetos del libro estén ahora en un mismo lugar, este incluye deliberadamente muchas voces y perspectivas distintas. Se basa en la experiencia del equipo conjunto de directores, conservadores y científicos del Museo Británico, pero también presenta la investigación y el análisis de destacados eruditos de todo el mundo, e incluye evaluaciones de personas que tratan profesionalmente con objetos históricamente similares a los aquí estudiados; así, por ejemplo, el responsable de la administración pública británica valora uno de los registros administrativos mesopotámicos más antiguos que se han conservado (capítulo 15), un escritor satírico contemporáneo examina la propaganda de la Reforma (capítulo 85) y un titiritero indonesio describe el funcionamiento actual de estas representaciones (capítulo 83). Con extraordinaria generosidad, jueces y artistas, premios Nobel y líderes religiosos, alfareros, escultores y músicos han aportado a los objetos las ideas de su experiencia profesional. Felizmente, el libro incluye también voces de las comunidades o países donde se hicieron los objetos. Esto, creo, resulta indispensable. Sólo ellas pueden explicar los significados que hoy tienen tales objetos en aquel contexto; sólo un hawaiano puede decir qué trascendencia tiene para los actuales isleños, después de doscientos cincuenta años de intrusión europea y americana, el casco de plumas entregado al capitán Cook y sus hombres (capítulo 87). Nadie puede explicar mejor que Wole Soyinka qué significa para un nigeriano actual ver los bronces de Benín (capítulo 77) en el Museo Británico. Son estas preguntas cruciales en cualquier consideración de los objetos en la historia. En todo el mundo, las identidades nacionales y comunitarias se definen cada vez más a través de nuevas lecturas de su historia, y dicha historia se fundamenta con frecuencia en cosas. El Museo Británico no es sólo una colección de objetos, es un ámbito donde significado e identidad son debatidos y disputados a una escala global, a veces con acritud. Esos debates son una parte esencial de lo que hoy significan los objetos, como lo son las discusiones en torno a dónde deberían ser propiamente expuestos o conservados. Tales opiniones deberían ser expresadas por quienes se ven más íntimamente afectados.

5 Los límites de las cosas

Todos los museos se basan en la esperanza —la creencia— de que el estudio de las cosas puede llevar a un conocimiento más fidedigno del mundo. Eso es lo que el Museo Británico se propuso lograr. La idea fue profundamente expresada por sir Stamford Raffles, cuya colección llegó al Museo Británico en el marco de su campaña para persuadir a los europeos de que Java tenía una cultura que podía ocupar orgullosamente su lugar al lado de las grandes civilizaciones del Mediterráneo. La cabeza de Buda de Borobudur (capítulo 59) y la marioneta de sombras de Bhima (capítulo 83) muestran lo elocuentes que pueden llegar a ser los objetos a la hora de abogar por tal causa, y a buen seguro no soy el único que al contemplarlos se siente totalmente persuadido por el argumento de Raffles. Estos dos objetos nos llevan a momentos muy distintos de la historia de Java, demostrando la longevidad y vitalidad de su cultura, y nos hablan de dos áreas muy diferentes de la empresa humana: una solitaria búsqueda espiritual de iluminación y una alborozada diversión pública. A través de ellos puede vislumbrarse, percibirse y admirarse toda una cultura. El objeto que quizá resume mejor las ambiciones tanto de este libro como del propio Museo Británico, la tentativa de imaginar y entender un mundo que no hemos experimentado directamente, sino que conocemos sólo a través de los relatos y las experiencias de otros, es el Rinoceronte de Durero, un animal que el artista dibujó, pero que no vio jamás. Confrontado a los relatos sobre el rinoceronte indio enviados desde Gujarat al rey de Portugal en 1515, Durero se informó todo lo que pudo a partir de las descripciones escritas que circulaban por toda Europa, y luego trató de imaginar qué aspecto podría tener aquella bestia extraordinaria. Es el mismo proceso que experimentamos todos cuando recopilamos evidencias y luego forjamos a partir de ellas nuestra imagen de un mundo pasado o distante. El animal de Durero, inolvidable en su contenida monumentalidad y fascinante en las rígidas placas que cubren su piel llena de pliegues, representa un magnífico logro de un artista supremo. Es asombroso, evocador y tan real que uno casi teme que esté a punto de escapar de la página. Y, desde luego, es — ¿estimulantemente?, ¿angustiosamente?, ¿tranquilizadoramente?… no sabría decirlo— falso. Pero en última instancia eso no es lo importante. El Rinoceronte de Durero se alza como un monumento a nuestra infinita curiosidad hacia el mundo que hay más allá de nuestro alcance, y a la necesidad de la humanidad de explorarlo e intentar entenderlo. 

Continúa… Una historia del mundo en 100 Objetos – Neil MacGregor  

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